El martes a la tarde fui a ver patinar a mi hija al club. Me senté, como siempre, a un costado de la pista de patín y me deleité con las alígeras niñas y sus movimientos al compás de la música. De pronto, algo interrumpió mi atención. Eran unos gritos masculinos que provenían de atrás mío. Me di vuelta y vi a unos padres alentando con un amplio repertorio de agravios a sus hijos (tendrían unos 10 años todos), que estaban jugando al fútbol en una canchita contigua. Me sentí como la protagonista de una película en la que de repente hay un flash-back y vuelve a su infancia; porque ese momento me resultó perturbadoramente familiar. Recordé cuando jugué la final de un torneo de tenis con una chica que se llamaba Dolores Cortés, que era la mejor jugadora de mi categoría en el Club Naval. Por esa época, yo tendría más o menos la edad de esos chicos que estaban jugando al fútbol. En ese partido, desde el comienzo, mi papá me gritó en forma casi ininterrumpida, todo tipo de barbaridades: desde un “corré, mové las piernas!” hasta “no seas tarada”, “concentrate, por Dios!!!”, “¿Cómo podés perder esa pelotita!!!?”… Parecía un dragón lanzallamas con mirada de inminente asesino, MIEDO. El tenis es un deporte de mucha concentración, pero mi concentración no estaba dentro de la cancha sino perdida en ese señor que lo único que hacía era marcarme todos los errores incluso anticipándose a que ocurriesen.
Yo iba bien, el partido era muy parejo. El primer set fuimos a tie break, pero pudieron más las caras de mi viejo, sus gritos, mi furia, mi vergüenza y mi frustración; por lo que finalmente perdí. Ese fue sin dudas el momento más angustioso que recuerdo, pero como ese, tengo miles. A tal punto me hinchó las pelotas mi padre toda mi infancia, que de grande colgué la raqueta y no la pude usar por años.
Una lástima, porque realmente me gustaba y no era nada mala.
Mi padre era mi modelo, mi guía, quería tanto ser como él… porque para mi él nunca se equivocaba, era el más grande, el más justo, el más sabio (eso nos hacía creer él, por supuesto) Seguro, muchos se sentirán reflejados con estos pensamientos. La experiencia me demostró que de grande uno desmitifica y hasta llega a querer despedazar a sus progenitores.
No quiero ser tan severa al evaluar cómo nos criaron a mi y a mis hermanos los míos.
Este y otros tantos recuerdos dolorosos, que tienen mucho de descontento y poco beneplácito, hoy son parte de mi pasado; ya no me afectan como entonces.
Lo que sí me preocupa es no repetir esa historia.
Un día me sorprendí a mi misma repitiendo (sin pensarlo) palabras filosas como las de mi padre, con mi propia hija. Me di cuenta del dolor de ella y recordé el mío.
Entonces estuve agradecida (por decirlo de alguna manera, vi el costado positivo) por haber vivido esos traumas de chica; porque los sufrí y aprendí qué tristeza causan en quien los recibe. Gracias a esa experiencia traumática me esfuerzo por no agraviar, al menos, a quien no lo merece.
Todos vivimos situaciones dolorosas que nos pueden marcar el alma desde la niñez en mayor o menor grado (no estamos hablando de los momentos felices, porque a esos sólo hay que disfrutarlos, no elaborarlos o superarlos); pero lo interesante es lo que uno aprenda de todo lo vivido. Escrito parece un cliché, pero si uno se detiene a ver la propia vida, como si de una película se tratara, entiende muchas cosas… y se puede encontrar sentido a todo lo malo, enmendarlo, repararlo y lo más importante: evitarlo.
Pienso en mi padre y sé que en un punto él también fue víctima de la dureza del suyo.
Entonces lo comprendo y siento compasión por él, porque no pudo dar el salto y cambiar.
Entonces lo comprendo y siento compasión por él, porque no pudo dar el salto y cambiar.
Al perdonarlo, abracé de nuevo la raqueta y comencé a vivir el tenis con placer.
Tomar lo bueno de lo que nos transmitieron y evitar que se repita lo malo, ¿acaso no se trata de eso la evolución de la especie humana?